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junto al maestro dámaso de rivero, c.c. el averno, jirón quilca, lima.

Dámaso de Rivero, solitario en navidad

Publicado: 2018-01-04


Conocí al maestro Dámaso de Rivero en el C.C. El Averno, espacio hasta donde ya mayor llegaba con paso denso, apoyado por un bastón y una deliciosa voz que aún en su vejez denotaba una vitalidad y serenidad envidiable. De tez clara, rostro hermoso, barba blanca, expresión amable y una serenidad poderosa, decidió vivir solo en un cuarto ubicado en la cuadra 2 del jirón Quilca, en el centro de Lima, sin acomodos, sin lujos, como fujitivo natural de la banalidad y lejos de todo lo que siempre definió como prescindible. Una de aquellas tardes que llegábamos para beber parte de la humedad gris de Lima, Jorge “El Negro” Acosta (Director de El Averno) me lo presentó, desde entonces, tuve el honor que me hiciera sentir su amigo, su breve amigo.

Cada encuentro con Dámazo era estupendo (me pidió que le hablara de “tú”) charlábamos de música, de sus recuerdos, de sus pasiones sensatas e intensas, de poesía, de las canciones trascendentes. Un día hice que converse con Manuel Acosta por teléfono y no imaginan la alegría de aquel momento, el cariño en cada palabra. “Manuelito Acosta, ese sí que sabe…”, me dijo al final.

Una tarde don Dámaso llegó con increíbles fotografías en blanco y negro en las que aparecía junto grandes cantantes y músicos, amigos con los que había compartido su vida: Adolfo Zelada, Oscar Avilés, Filomeno Ormeño, entre tantos otros... y por supuesto, con la gran Jesús Vásquez, “La reina y señora de la canción criolla”, de quien él fue su primer y exclusivo pianista. Otra noche llegó con unos papales bajo el brazo, eran sus apuntes y reflexiones que escribía en su soledad, textos realmente lindos que nos compartía con gozo contagiante. Hablaba de todo: la vida, la política, de sus ocurrencias y "recetas" para con una sociedad a la que él había tratado con prescindencia de sus frías tentaciones.

Como todo hombre sabio, tenía la virtud de la sencillez. Una tarde, mientras me leía uno de de sus "apuntes", con osadía respetuosa, me atreví a decirle que tal vez era mejor decir una “cosa” y no “otra”, Dámaso, al escuchar mi opinión, dijo: “Tienes razón, ahora mismo lo cambio”, mientras sus ojos me miraban con gratitud. Con tamaña demostración de sencillez, no se dio cuenta que el que estaba aprendiendo en ese momento, era yo realmente.

Dámazo de Rivero había nacido en 1922 y fue conocido como ‘El mago del piano’ , un virtuoso proveniente de las ya lejanas “varietés”, espacios que consistían en un gran desfile artístico al interior de los cines y teatros, luego de proyectarse una película de moda. De ahí venía don Dámaso. Un día, casi con pena, nos contó que procedía de una familia aristocrática, estilo de vida que él rechazó para optar por “una más real, más humana, donde habita la belleza” en las jaranas criollas. Nos contó que conoció al maestro Felipe Pinglo Alva (ese gigante de la canción criolla peruana) en el hospital donde curaba su males; “yo era niño cuando lo conocí” - me dijo. Conservaba aquel recuerdo como un tesoro de su memoria.

Nunca quiso ser reconocido ni catalogado “el mejor” en nada, huía de los halagos y prefería mil veces la broma palomilla y bien pensada a un título pétreo y frío. Su perfil bajo no era el reflejo de una persona apática o producto de un carácter poco amable (como otros), el suyo, era la serena, pero a la vez alegre y amigable conducta de quien supo vivir sin acomodos ni "pompas". Fue un virtuoso pianista y recorrió gran parte de América con "Los trovadores del Perú", acompañó a la estrella italiana Franca Fenati, al cantante lírico José Mojica y actuó junto a la estrella cubana Amalia Aguilar en la película "Un paso a la vida". Fue en Ecuador donde por fin, y luego de acompañar a grandes estrellas, logró grabar su primer “LP” de manera exclusiva, pero terminó regalando todos los ejemplares que tuvo, hasta quedarse sin nada. Esos desprendimientos se sumaron a la forzosa venta de su piano, un día que hizo falta el dinero. “El mundo está mal, te exige dinero antes que arte”, dijiste aquel día que nos contaste. “En estos tiempos, mi mayor riqueza es mi soledad, y de vez en cuando, un “congrio” de la puta madre que yo mismo me preparo”, decía con envidiable sobriedad.

En los últimos años de su vida, el C.C. El Averno era su refugio cada tarde, lugar al que llegaba para conversar y escuchar con amplitud increíble a cada joven músico que solía presentarse: “rockeros”, “punk”, “subtes”, poetas, etc. Un fin de semana de aquellos, con Los Cholos ofrecimos un concierto (y aunque él solía retirarse antes que llegara la noche) aquel día vino especialmente para escuchar nuestra presentación. Al final me abrazó y me dijo: “Qué bueno que me quedé, me voy feliz". Aquella generosidad será imposible retribuir.

Un día cercano a la navidad del año 2007 me llegó la noticia que Dámazo de Rivero se encontraba hospitalizado, la noticia parecía mentira, el gran Dámaso, el “Papa Noel”, “El Carlos Marx” de El Averno – bromas que él aceptaba con amistad y gracia – estaba hospitalizado y sabiendo que sus dolencias no eran pocas, la noticia nos entristeció.

Llego el día 24 de diciembre y yo me fui visitar a mi compadre Carlos Hidalgo (Quien se recuperaba de un accidente) y a mi ahijada. En su casa nos encontramos con ese maravilloso compositor, el maestro, Raúl Valdivia Lizárraga, con quien brindamos por la salud de mi compadre y por los buenos deseos para fin de año. La noche llegó y cuando nos retiramos, don Raúl Valdivia y yo decidimos brindar los últimos deseos para aquella “noche buena” e ingresamos a una pequeña tienda; ya eran las 23:00 horas. El teléfono de don Raúl comenzaba a timbrar porque la familia pedía que llegara a tiempo antes de la media noche. La conversación se tornó conmovida: “Cuántos no estaremos la próxima navidad”, “Cuantos no tendrán un abrazo esta noche…” decíamos, mientras los minutos avanzaban incontenibles.

El reloj daba las 23:30 horas y llegó el momento que don Raúl se retiró, no sin antes agradecerle el lujo de compartir aquella conversa.

En el cielo los cohetes sonaban más seguidos y se sentían más intensos en el pecho, los segundos pasaban al ritmo de las locas luces que jugueteaban en las ventanas de las casas; en medio de esa atmósfera, una extraña sensación de tristeza gobernaba lentamente mi ser en la soledad de aquella noche cercana a la navidad. Entre el bullicio, de pronto, recordé al maestro Dámaso de Rivero, lo imaginé en la cama del hospital y decidí presuroso ir a su encuentro; resolví recibir la navidad a su lado. Tomé un taxi, no quería que nada me detuviera hasta encontrarlo, los minutos pasaban, pedí al chofer que apurara su trayecto, que me dejara en el hospital “Arzbispo Loayza”, entre Quilca y Alfonso Ugarte. Mi angustia crecía, quería estar al lado del maestro: “Cuántos no estaremos la próxima navidad” , “Cuantos no tendrán un abrazo esta noche…”, se repetía una y otra vez en mi cabeza.

Como si no fuera suficiente, el tráfico se detuvo una cuadra antes del centro de salud, entonces decidí bajar e ir corriendo hasta la puerta del hospital. Llegué a la esquina y la escena en aquel lugar era tremenda: decenas de personas pugnaban por ingresar para estar al lado de los suyos, de sus enfermos en navidad, algunos empujaban, otros suplicaban, y al final de todos ellos, junto a la reja del portón, divisamos a un “vigilante” que armado de responsabilidad cumplía su trabajo intentando hacer entrar en razón a los visitantes. Faltaba poco para las "doce" y en medio de ajetreo, no sé cómo, me abrí paso entre las demás personas hasta que me vi 'cara a cara' con el vigilante. Le dije: “Tengo que entrar, voy a ver a mi amigo, es urgente, por favor…”. Ante el apuro, no me quedó claro si me dejó entrar o si aproveché un momento de descuido. Ya en el interior, fatigado, sudoroso, aparecían frente a mí los pabellones de construcción antigua donde reposan los pacientes, los jardines y sardineles que adornaban sus exteriores. Con la respiración agitada caminé por entre los pasadizos buscando sin buscar, queriendo encontrar sin encontrar; por el apuro y la ansiedad, no me percaté que yo descocía cual era el pabellón donde reposaba el maestro.

Contrariado, decidí entonces llamar a Leyla (la compañera del "Negro Acosta" y también directora de El Averno) ella sabía con exactitud dónde se encontraba Dámaso. Con voz angustiada y a través de la línea del teléfono, le dije: “Leyla, por favor, van a ser las 12, estoy en el LOAYZA, cual es el pabellón y la cama donde se encuentra don Dámaso de Rivero …estoy aquí, en el hospital".

Leyla, al escucharme, me dijo: “Pero cholito, Dámaso no está en el LOAYZA, él está lejos, en el REBABLIATTI”.

Derrumbado, decepcionado por mi desbordada y desordenada emoción, me desvanecí y caí sentado de golpe al borde de uno de los jardines del hospital… los cohetes en el cielo golpeaban más fuerte que nunca, los silbidos de las luces parecían mofarse de mi soledad, de mi abrazo frustrado de navidad; en mi entorno, algunos camilleros a lo lejos ya se abrazaban... mis lágrimas afloraron de impotencia y resignación.

En mi teléfono, una voz lejana decía: “feliz navidad, cholito… lo siento…”

Juro que hice todo para verte, amigo, maestro…

¡Feliz navidad don Dámaso! donde quiera que te encuentres.


Escrito por

Jinresocialarte

Hijo de padres, abuelos y bisabuelos Cajamarquinos, bella tierra norteña que llevo en la mente y el corazón, junto a la patria toda.


Publicado en

Jinre

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